FUTUROS
Tap,
tap, tap. Sus tacones resonaban en los pasillos semivacíos de la zona de
embarque. La pantalla sólo anunciaba un par de vuelos a esas horas de la
madrugada y no había apenas nadie esperando para subir a ellos. Había facturado
la maleta con demasiada antelación ¿Y si él no venia? ¿Y si sólo era un cruce
más? ¿Podría recuperar su maleta y regresar a tiempo para no perder, junto al
avión, el resto de su vida? Tap, tap, tap. Notó la mirada molesta de un
pasajero que dormitaba en una de las sillas… Debería haberme puesto unos
zapatos más cómodos. Miró una vez más hacia la puerta automática de la sala de
embarque, pero ésta permanecía cerrada. Mi desesperación debe resultar
demasiado evidente, pensó cuando descubrió los ojos de señora de la limpieza fijos
en ella, cuántos plantones aeroportuarios habrá visto esa mujer.
Llevaban
dos años viviendo esa aventura que no era una aventura. Lo que no se puede
contar no ha sucedido, se repetía cada madrugada cuando volvía a casa después
de estar con él. Todo había surgido a partir de una noche extraña en la que
decidieron jugar a los futuros alternativos, a qué hubiera pasado si. El cava y la luna llena hicieron el resto.
Decidieron vivir en ese otro futuro el primer fin de semana de cada mes. Y ella era mucho más feliz en esa otra realidad. En el
futuro que compartían, el paraíso era un sofá, una botella de vino y algo de
queso, música suave o alguna película de la que nunca llegaban a ver el final. Se
acercaban siempre con timidez, como si fuera la primera vez que se besaban,
buscándose despacio, para dejarse llevar después, cuando el alcohol había
terminado con cualquier complejo de culpa y les había liberado, una vez más. En
la cama ya funcionaban como habituales. Mientras se desnudaban no podía evitar
recordar aquella canción, desnudémonos
pues como viejos amantes, que lo mismo de siempre nos queda delante, cantaba
el viejo Silvio Rodríguez en su cabeza. Y ella se lanzaba a lo mismo de siempre
con una pasión que solo sentía allí. Se dormía en sus brazos, apenas un rato, y
se besaban discretamente cuando él la acompañaba al coche. Luego llegaba a casa
y se metía en la cama de siempre, intentando recordar las cosas buenas que su
cobardía le había traído, porque no era otra cosa sino la cobardía lo que le
había impedido, hace tantos años, arriesgar, lanzarse públicamente a aquellos
brazos que ahora visitaba a escondidas. A cambio gozaba de una buena posición
económica y tenía su ansiada estabilidad, nunca pensó que la vida que había planificado
con precisión de relojera fuera tan aburrida, debió haberlo imaginado. ¿Cuándo
fue música el tic-tac de un reloj? Pero entonces estaba demasiado herida aún,
demasiado vulnerable para correr el riesgo de que volvieran a partirle el
corazón. Su compañero de la vida real nunca lo haría, en
realidad, ni siquiera había sido capaz de alterar su latido. Pero algo pasó la
última vez, su pequeño juego de futuros alternativos les resultó insuficiente, necesitaban
algo más, debían estar realmente juntos. Aquí no -le dijo- no soportaría
encontrarme con mi vida de ahora en cada esquina. Pues marchémonos -respondió
él más resolutivo que nunca. Desnudos, cómplices, todo risas, buscaron en la
web del aeropuerto un vuelo que saliera a la hora en la que habitualmente se
despedían, ambos acordaron que resultaba una buena paradoja, un broche final
perfecto para reunificar sus líneas temporales, dijeron. Se trataba de un vuelo
directo a México DF. Bien, pues México será. Y brindaron con tequila por su
nueva vida.
La
puerta empezó a abrirse con más frecuencia, ejecutivos con rostros soñolientos
que ponían en marcha todos sus artilugios electrónicos y se abalanzaban hacia
la máquina de café con la ansiedad de un yonqui, parejas de turistas vestidos
ridículamente iguales, como si fueran a participar en un safari, familias
completas que volvían a casa, algunos inmigrantes que retornaban con la derrota
escrita en sus ojos vacíos y personas solitarias ¿cómo ella? que buscaban
iniciar una nueva vida. Cada vez que la puerta se abría, ella miraba con
ansiedad, nunca era él. Empezaban a llamar para el embarque cuando sonó su
teléfono. Tan escueto como siempre. No
puedo. Lo siento. En la pantalla brillaban las cuatro palabras que, esta
vez sí, le habían partido el corazón para siempre.
Tap-tap, tap-tap, tap-tap. La sala de embarque quedó extrañamente
silenciosa mientras ella corría hacía la ventanilla de facturación, secándose
las lágrimas con un manotazo. Tenía que recuperar su maleta y volver a su vida
o lo habría perdido todo. Deshizo en otro taxi el camino, a fin de cuentas no
había pasado nada, sólo habían creado otra alternativa más en la línea espacio
tiempo. Lo que no se puede contar, no ha sucedido, volvió a decirse mientras se
quitaba los zapatos para no hacer ruido.