martes, 25 de marzo de 2014

In memoriam

Ha salido el sol. Tras tantos días de lluvia el aire está limpio, huele a hierba fresca y a tierra mojada. Me parece escuchar a mi padre diciendo “qué buen día para coger caracoles” con los ojos empequeñecidos en una sonrisa. Después de varios días de lluvia en el camping, escuchándole gritar a todas horas porque provocábamos goteras en la tienda de campaña, “¡esto no es de hormigón armado!”. Era un gran momento verlo sonreír de nuevo. Los cuatro hermanos andábamos ya medio histéricos tras los días de encierro forzoso entre las cuatro paredes de tela naranja, que mi madre trataba de acondicionar a nuestros juegos de la mejor manera posible en los días de lluvia. Cuando el mal tiempo se prolongaba, nos íbamos poniendo cada vez más nerviosos, ya con los juegos de cartas agotados por el uso. Y de repente, el sol. Yo seguía a mi padre como un perrillo, a la caza y captura de los caracoles. Tardé años en llamarles cabrillas, grandes, babosos, con todas las tonalidades de marrón en sus conchas. Íbamos los dos por los caminos llenando nuestra bolsa, evitando las ortigas y pisando charcos. En aquellos momentos me sentía más unida que nunca a ese hombre que reservaba sus mimos y atenciones con maneras de avaro. Iba atenta a sus explicaciones, deseando agradarle, haciendo preguntas sobre los temas que yo sabía que le gustaban, la ciencia, el porqué de las cosas… A veces volvía a caer alguna que otra gota, para recordarnos que estábamos en Asturias, en Santander o donde quiera que ese año nos hubiera llevado el Simca rojo con su remolque amarillo para el equipaje. Nuestras  vacaciones se iniciaban con los primeros días de julio y acababan bien entrado agosto, eran semanas de viajes, excursiones, amigos viejos y nuevos. Montábamos y desmontábamos la tienda como un ejército bien entrenado, gozábamos de la libertad que nos daba la ausencia de peligros y comíamos cosas que apenas se hacían en casa como migas, sopas de ajo y, sobre todo, jugosos caracoles en salsa que mi padre cocinaba para nosotros y, a veces, para casi todos los campistas. Nunca cocino cabrillas, ni las pido en los bares, pero basta que salga el sol tras unos días de lluvia para que olfatee el aire con nostalgia  y piense “qué buen día para coger caracoles”.

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